No hay realidad menor para el que escribe fabulando desde unas cosas que existen. Y ningún texto puede quedar en la mera ficción cuando ha nacido de un decir reconocible, de un presente con geografías y sentires compartidos.
A la niña perdida en Quillota dicen que la vieron en un extraño circo que recorría el Norte Chico.
Una mujer mea en un florero en medio de una habitación donde hay cuarenta agricultores expectantes.
Un tacataca chorrea lluvia fucsia en una noche que pudo pintar Barreda. Hay un pez que se hace azul cuando, inadvertidamente, se pone bajo el pétalo de una flor.
Todavía concede favores el Cachito Ochoa, ese bandido argentino que murió acribillado en un alcachofal cerca de San Pedro.
Pocos conocen del sigilo de un bagre o de la sinceridad de los pejerreyes.
Desde las alturas del Inapire Mapu a los bordes marinos de Tirúa se escucha, hacia el futuro, el chu ruc cuc cuc cuc de guerra de los descendientes de Gabrielita Saldivia, la Cautiva.
Son cosas que Boldrini afirma que son ciertas.